(Foto de David Seymour "Bernard Berenson, Rome, 1937")
Carta a la madre
Las Cenizas, Santiago.
Todo hombre se debe a su miseria.
Las ruinas de algún castillo que alguna vez
brillaron con solemne ademán ante los ojos de Dios
recuerdan la miseria profunda y perpetua
de todo cuanto nace de tu mano, miserable.
La vida, madre mía, es miserable.
Me cubro de vanidad, estas cenizas
ciegan mis ojos y la noche no perdona.
La cólera me muerde la garganta,
y no temas si me rompo la cabeza contra las piedras;
tu dulce gesto de madre triste
me rompe estas venas con estrépito terrible.
Sólo una lágrima, tan sólo una lágrima arrojada
al vacío por tus mejillas
y el mundo, sí, violentamente en ella muere ahogado.
Cada gota de sangre posee en sí el germen de ceniza:
eso es la miseria, eso es la miseria.
De tu vientre a este mundo hemos venido,
de la herida de tu carne y tu dolor hemos venido,
y sospecho que la muerte nos anida en tu vientre.
No comprendo, entonces, el dolor que padeciste
al abrir las puertas de la vida a este miserable,
si en mi carne están escritas las leyes de la finitud.
¡Oh, mujer, que inútil tu dolor!
Sin embargo, el alma te partes en cada nuevo llanto.
“No importa”, dices, mientras tu piel es rasgada
por la carne de mi cuerpo moldeado de barro
o de cenizas: la miseria es la misma.
Sospecho que tu dolor es el fundamento
de este juego miserable en el que caemos
como diáfanas piedras de tiempo.
Tal vez tu dolor sea el sentido, tal vez.
Mira, madre, al hombre que hincha su pecho
como aquella paloma sucia y orgullosa;
es cierto: son más grandes las hormigas.
Y escucha este acto de vanidad que es la poesía:
sin dolor como el tuyo en su gestación es tan inútil
como aquel llanto miserable del que pide una respuesta
y grita, desesperado, ante la tumba que anida el nombre de su padre.
Inútil: las cenizas de la sangre nada valen, madre, sin el dolor de tu vientre.
PD: Madre: vengo a ti con un pedazo de dolor en la garganta
que me arde, me quema: dolor diseminado a lo largo de mi cuerpo.
Bastante tiempo caminé por las sendas oscuras de una noche inexorable.
Lo sé: he pecado; ahora soy un hombre.
Sin embargo, no hallo entre mis actos la mancha horrorosa de la maldad;
nunca hice mal a nadie, pero entiendo si no puedes perdonarme.
No digas a mi padre que debajo de la puerta viste esta carta;
los vientos que presagian el invierno como gélidos ángeles
me contaron que aún llora por las tardes de domingo:
sus lágrimas en mármol están esculpidas; el tiempo ya no las borrará.
Madre: permite que este peso que cargo se pose en tu seno
aunque sean estas palabras las que humedezcan tus lágrimas.
Cuando las leas, evócame y exclama entre susurros:
“aquí está mi niño; ha venido a visitarme. Aún no me ha olvidado”
Madre: he venido a dar tan lejos del hogar
que ya no recuerdo el camino de vuelta. Mi único consuelo es saber
que aquí yacen muchos como yo, extraviados y agotados.
Tal vez, no vale la pena regresar. Tal vez.
De ser posible, aún no es tiempo: un último vaso de vino en el bar de la esquina,
— ¡Salud Dylan Thomas, salud Jorge Teillier!—
una última noche de amor con la puta que siempre nos acoge,
un último cigarro de melancolía y un aullido de dolor.
Madre: redime a este miserable. Sin vosotros toda esperanza es imposible.
Perdido el brillo de los ojos o negación del presente
Hoy he visto mi rostro
tatuado por los dedos del tiempo.
Vi con sorpresa que mis ojos se han deteriorado:
los objetos ya no ostentan aquel brillo
que la luz virgen de mi vista podía acariciar.
Hoy he visto algunas llagas en mi rostro
como signo indeseado de la cruel experiencia.
Antes vivía como jugando a vivir
y por las noches soñaba que el tiempo esperaba por mí
y que las lágrimas surcaban mi rostro de niño envejecido
y que los acordes agudos de mi voz se mezclaban
con los tonos graves del silencio del adulto.
Hoy vivo entre los rumores de las piedras:
olvidé el secreto de las hojas de otoños pasados;
sueño que el tiempo es inverosímil
y que vuelvo a sorprender el gastado haz de luz de mis ojos
y que mi voz canta entre las ramas sutiles
surgidas de la voz del niño.
De infante he visto a la Mariposa
divulgando su secreto, de vida y muerte, entre los girasoles;
mas yo no oía su concierto de estrellas:
su aleteo de vivos colores encendía la vida en mis manos
y me alejaba del Árbol de las manzanas.
Hoy estoy sediento de aquel secreto
y obsesionado por confundirme en su polen.
Hoy he visto mis ojos
tatuados por los dedos del tiempo,
pero me niego a dejar el polvo sobre mis manos
y me niego a dejar que se pudra la última gota de agua
que pugna por enviar destellos en el centro del desierto;
me niego a las canas en el cabello de los sueños
como a dejar la diáfana inocencia en los baúles de la buhardilla,
cuyas puertas cerraron a todo visitante
y en cuyo seno Aracne teje su insolencia y su perdición.
Me niego a endurecer el corazón y dejarlo bajo el cemento,
o detener la sangre cuando la primavera
/impulsa el viaje hacia el dulce canto de no saber,
hacia el bosque donde la amada nos espera
y oímos el eco de su risa blanca sin poder hallar su huella.
…Pues tras perder todo brillo en la punta de los ojos,
más no somos que un simple cúmulo de carne
/en los umbrales de la muerte.