lunes, julio 23, 2007

Cómo armar una grua

(Fotografía de Juan Ignacio Alfaro)


Ya, ya, está bien: Aquí tiene su Avenida Poesía. No tenía que esperar más. Ahora acomódese, prenda un cigarrillo y, si no, vaya por sus galletas; póngase los lentes, apague el cigarrillo, encienda la estufa más cercana, descanse, pero no tanto.


En esta edición dos narradores de veinte y tantos y más. Andrés Arce desde Valparaíso (y Petorca) nos presenta su “Zapatería” y Allan Lomas desde Concepción (y Santiago) nos trae los relatos “Goethe y los demás” y “Puñalada”. Ambos distintos, cada uno por su lado, pero semejantes al fin, es nuestra apuesta por viejas y nuevas historias de esta edición. Ya sabe que puede confiar en nosotros, lo estábamos esperando. Adelante.





domingo, julio 22, 2007

Andrés Arce



La zapatería








La calle, es decir la calle principal del pueblo, no llevaba a la montaña del castillo, solamente conducía a sus cercanías, y entonces, como adrede, se desviaba, y, si bien no se alejaba de él, tampoco se acercaba más.
Kafka: El Castillo.


Yo llegaba de mis rutinarios desvelos, esa búsqueda de las verdades próximas, como un insomne. Entré en la zapatería un día muy frío, sin embargo, pude gesticular una sonrisa y compartir gustosamente el ánimo de conversación del señor Morales -viejo que desde sus quince años en la tienda ya vendía sus tres mil quinientos pares de zapatos. Era imposible no animarse a una conversación con alguien capaz de vender hasta las botas de cuerina rosada con chasquillita de poliéster, y no sólo eso, sino, sacando algunos cálculos, vender aproximadamente casi dos pares al día en toda su carrera. Cosa que en un principio me costó mucho creer, cosa que no me alentaba. Pero hasta reí, cómo no hacerlo si era el primer empleo que encontraba en tres meses. No me importaban los rostros de las señoritas ni las sonrisas de los niños ni los rufianes tras los escaparates. Los muros de mi casa se habían hecho más altos y más firmes. La televisión y su suciedad, esa es la peor usura… A pesar que mis padres solventaban mis gastos, la evidencia de la limitación de mis libertades y la de ellos mismos me abrumaba. Ignominiosa situación, pensaba.

En fin, la zapatería era pequeña, los zapatos de mala calidad puestos sobre las posaderas, la entrada que dividía dos grandes escaparates, de modo que al sentarse uno en el escritorio del fondo podía observar la puerta justo en frente. Qué bien se sentía ésa, la perspectiva… sólo recuerdo que en ese primer momento el señor Morales me dijo: levanta el culito y aprovecha de llenar el inventario; baja a la bodega. Mis cejas dejaron de arquearse sobre una sonrisa. Y esto se repitió durante días varios. Inútil sería pasar revista a las tareas que se me encomendaron, poco a poco fui alejándome de ellas, realizándolas con un poco más de desdén, además, de vez en cuando podía poner un disco a mi elección, en horas en que ya a nadie le importaba el jazz. Allí, en esa pequeña liberación radicaba lo esencial. Comencé entonces a darme cuenta de lo distraídos que eran el señor Morales y sus dos subalternos. Se pasaban el día demostrando su dicción con las damas, mientras que, por otra parte, mi tarea era atender a niños, señoras de edad y varones. Aunque estos últimos por lo general salían indignados por la falta de respeto que todos en la zapatería les dirigíamos, ignorándolos, contestándoles, a los más avezados, de forma parca y ofuscada. De modo que comencé a sentarme más seguido en el escritorio, pues ya, en la distracción que propone una tienda céntrica, no se me prestaba detenida atención. Quizá aquello también fue motivo para el supuesto abuso. En ocasiones se me dejaba a cargo de la zapatería, mientras los otros iban a comprar algo de comer o a fumar un cigarrillo en un pasaje muy breve y comercial, adyacente al local. Entonces la zapatería era mi ínsula.

Así se escapó, a mí parecer, la primera semana, vender era mucho más fácil de lo que parecía y ya nos turnábamos de buena gana. La verdad es que llegué a vender quince pares en un día, con lo cual me fui situando muy rápido, y sin objeción de los demás, más a menudo en el escritorio. Las señoras se me acercaban cada vez que entraban en la tienda buscando una mirada un tanto afable, no afable en exceso como hacían los otros, sino disimulada, un tanto extraviada. Podía entenderlo. No otorgo otro significado a mis ventas.

Un día de azar, los dos ayudantes faltaron. Fue un día un poco más amplio, distendido; aunque pueda alguien inferir que debió ser al contrario, pues es así la zapatería. Autoricé al señor Morales a ir a fumar su cigarrillo al callejón, se fue con sus chistes y su gracia por delante, y yo me senté al escritorio, no sin antes poner cerrojo a la entrada. ¡Qué amplios los escaparates! sin duda era una zapatería de lujo; el sillón de cuero, el notebook, los amplificadores, los grandes espejos; y los zapatos una basura y baratísimos, apilados ordenada, groseramente con sus colores chillones. Y los miserables miraban a través del "cerrado" con sus bellos rostros en serie. Muchos, muchos de ellos. Entonces enfrente de la tienda se detuvo aquella mujer… Se acercó y posó sus manos sobre el vidrio tratando de encontrar a alguien adentro. Me mantuve mudo.

-En qué puedo servirle, dama- dije, cuando fue inevitable abrir la puerta.
-¿Se encontrará Alonso?
-No- dije después de guardar silencio un momento-, él no se encuentra.

La mujer me hizo un gesto de incredulidad y miró en derredor.

-Pero él trabaja acá.
-Como puede ver, señorita, él ciertamente no está acá.
-Quizá esté en su día libre...
-No sabría afirmarlo.

Para todo esto usé siempre un tono afable. Ella dudaba, cómo no, mas no representaba para sí una duda importante el suceso, tampoco mi modo de proceder.

-Al parecer -proseguí-, usted no advierte que la zapatería está, por el momento, cerrada. Me atrevo a suponer, entonces, que el motivo que la trae es bastante particular, de otro modo no la habría atendido.

Se ruborizó. Buscó en su cartera no demasiado, pues parecía tener el objeto a mano. De ella sacó un sobre café y me lo extendió.

-Imposible continuar el procedimiento, me ahorro los detalles -dijo. Él vendrá, con toda seguridad, a buscarlo, ¿podría confiarlo a usted para ello?

Guardé silencio y asentí con la cabeza. Ella se arregló un poco el abrigo, se estiró la bufanda y continuó la dirección de la turba. Luego entré, me senté otra vez en el escritorio, contemplando el sobre que yacía en él.

Qué cosas pensar, qué diálogo proponerme entonces, rozar el desvarío: calladamente volví a trabajar al día siguiente. ¿Podría acaso estar enamorado…? Poco he referido sobre su apariencia, es decir, que era bella… ¿lo era? Quizá fue lo frío, quizá lo apacible, acaso el efecto inverso de mi trato con la gente. Sin duda, no pude despegar mis ojos del sobre que aún yacía sobre el escritorio. Sin intención expresa, llegué a, levemente, agredir a quien posó sus manos sobre él. De Alonso… pude argüir que yo era el reemplazo de Alonso.

Inútil sería referir los acontecimientos de un día cualquiera, más aún si este se repite. Habría pasado una semana quizá. Desde que entré a la zapatería fui incapaz de prestar atención al tiempo. Además, tenía suficiente con el señor Morales y sus subalternos. Llegaron incluso a preguntar por el sobre, queriendo descubrir su procedencia. Me negué a responder cualquier cuestión, de a poco ya dejaron de sentarse en el escritorio. Mucho me respetaban producto de mis ventas. Entonces me asaltó el siguiente problema: ¿acaso Alonso debía llamar? Y si así era, ¿podría ya haberlo hecho? No, eso estaba claro, tampoco había venido y eso lo demostraba el sobre mismo; por lo tanto, debía guardar calma ¿iría a tardar mucho más…? Entonces llegaría un momento en que ya Alonso iba a morir, ya no existiría ésa, su alusión. ¿Qué sucedería si el sobre era para mí? Él vendrá, con toda seguridad, a buscarlo… qué seguridad era esa, dónde anidaba.

Bajé a la bodega, rompí el sobre en el contorno superior. Jamás me escribieron una carta. ¿Sería esta la primera? Y luego, ¿sabría entender las palabras? Me animaba la pretensión de saber y en cuanto mis dedos intentaban sacar la carta del sobre, comenzaba a imaginar distintos finales. Por ejemplo, que la carta estaba dirigida a mí, que situaba un punto de reunión entre ella y yo y que ese punto podía ser hoy… Sin la certeza de cómo, llegué hasta el fondo del sobre. Saqué la hoja que en él yacía. Un tanto gruesa, pensé. En efecto, pues era una fotografía. Sorprendido o decepcionado, la puse entre mis manos. Fotografía en sepia, estrías que atravesaban el paisaje. En ella se retrataba una esquina y un grifo, niños que jugaban con una pelota de trapo, la cual estaba en el aire; en lontananza, un edificio, pilares que sugerían el Partenón. Un tanto abstraído y desconcertado, dándola vuelta pude leer “907”.

Con la fotografía de ciertos datos dispersos, pude levantarme y salir. Caminé las calles, sugerí doblar en esta esquina, talvez en la otra… de nada servirían esos detalles aquí. Cuando por fin estuve exhausto, pude subir aquella inmensa escalera (allí estaba el grifo) y entrar en el edificio derruido y penoso. Ciertamente no había ascensor, las escaleras hedían y casi al llegar al noveno piso tuve que avanzar a trompicones los últimos escalones cuando traté de esquivar a un perro que bajaba. Novecientos siete… golpeé tres veces. Nada. Tres veces más, y una. Sentí que pasos se acercaban. Por fin me abrieron.

-Ah, tú…- dijo una voz femenina tras la puerta, y ésta se abrió. Una muy intensa luz me llegó desde el fondo, tan oscuro estaba el pasillo, y pude observar su silueta.
-Adelante…
-Y Alonso…
-Alonso ha muerto, lo he matado.

Entonces me quité el sombrero suspirando y entré.

Allan Lomas

Goethe y los demás





Tenía ya treinta y cinco años. Se encontraba solo en el living de su apartamento sentado, fumando y pensando en cosas relativas a su dilema, tales como el lobo feroz vestido de abuela, el cuerpo desnudo y firme de una muchacha de quince años, la pérdida de la inocencia, los gritos de una madre y las luces de una baliza policial que segundo a segundo crecía en intensidad e inminencia. Frente a un revolver, un cenicero y una hoja de papel en blanco, el cigarrillo se consumía en sus manos sin haberle dado más de dos o tres caladas profundas. Su atención no dejaba de correr desenfrenadamente como un conejo que escapa de la paz cual si en el silencio y la quietud se encontrase la muerte oculta.

Pensó en Fausto y Mefistófeles; en Dolores Haze y el doctor Humbert. Todos condenados. Pensó en Pedro Páramo. Pensó incluso en su abuelo y su hermana y en uno que otro episodio de mea culpa. ¿Habrá existido amor en lo suyo? No lo sabía. Ya había olvidado lo que era el amor, sólo podía pensar en ella y en sus facciones frutales de niña, sus caprichos juguetones y en el desbordante placer que le hacía sentir el tacto. Era culpable. Había traicionado todo por el sabor intoxicante e infinito que Dios había escondido detrás de los pecados más graves. Como Humbert y Fausto, él era culpable. Como tantos otros correligionarios, él era también culpable. C.S. Lewis dijo una vez que la delicada rosa de la degeneración florece con mayor fuerza junto al altar. Con este pensamiento se sacudió las cenizas de la sotana negra y se sintió maldito. Esto ya había pasado tantas otras veces. Tantos otros él habían fumado ese mismo cigarrillo y tantos otros él lo volverían a fumar. Escribió palabras sobre el papel en blanco, apagó el cigarrillo en el cenicero y jaló el martillo del revolver, presionando el cañón firmemente contra su sien derecha. No era el único. Habían otros como él y lo más probable era que se los encontraría del otro lado. Pronto estaría con los demás.

El sonido del disparo hizo vibrar los cristales y el revolver cayó en el cenicero desparramando las cenizas y colillas sobre la mesa. Sobre el papel, solo dos pequeñas gotas de sangre. Estaba escrito con caligrafía vacilante.

“Todos somos la misma persona. La misma y ninguna”






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Puñalada



Le ocurrió a fulanito. El nombre no viene al caso. Sentado cómodamente y con las espaldas en descanso, leía intensamente para aislarse de todas las cosas. De pronto, un tipo de mano dura le tocó el hombro distrayéndolo, y con la naturalidad de los que llevan conversaciones en curso, dijo así sin mediar introducción:

-Las personas siempre creen que están solas cuando nadie las ve y que nadie las ve cuando están solas. Creen que la oscuridad es un país libre de extradición, que la penumbra olvida de la misma forma en que la realidad olvida tantos fósiles, momentos y construcciones que se disuelven en el tiempo y sus tormentas de arena, como sueños inocentes, como intentos. Como pruebas. Creen que no se pueden cometer crímenes con el pensamiento y que existe un lugar dentro, muy en el fondo, donde nadie tiene acceso, donde no llega la luz. Creen que existe un calabozo frío, donde tras la piel, los músculos la médula y los huesos, todos los hombres tienen un nombre secreto, nombre que pueden hacer y deshacer a voluntad, tantas veces como quieran.
Lo cierto es que nunca estamos solos. No existen misterios ni bóvedas en el corazón donde se pueda desmantelar los efectos de las decisiones, los besos rojos que hemos dado sin amor a los que nos han amado con ojos celestes, las puñaladas que hemos clavado con odio en las espaldas y en los pechos.

Nada se olvida. Nada se perdona fuera de la existencia, fuera del tiempo, allá en la eternidad. Tuviste tu oportunidad, todos tienen miles de oportunidades y como muchos, casi todos, una y otra vez la dejaste pasar. No hay espacio para el arrepentimiento en el mundo de las ideas, en el mundo de formas sin materia. No hay perdón cuando se acaba la posibilidad del cambio. La eternidad es al tiempo, como el aire es al exterior de un huevo y una vez rota la delicada cáscara de las horas, ya no hay vuelta atrás.

Bienvenido hipócrita, has nacido hoy a la eternidad. Llegaste al punto sin retorno, donde los segundos se ven desde atrás, como cuando miras a través de un largo telescopio. El lugar en donde todo ocurre en un mismo instante -sonrió la muerte de pronto, con sus parejos dientes pegados al hueso- No me mires con esa cara, viejo amigo, te dije que estaría esperando. En cada golpe que diste te lo advertí con fugaces chispas en el rabillo del ojo, con gritos sordos tras la nuca, en ese lugar indefinido de la conciencia. Piénsalo bien. Siempre supiste que te estaría esperando.

Que todos te estaríamos esperando.

Bienvenido querido lector, bienvenido querido escritor. Te estábamos esperando: Somos todos los corazones que rompiste, todas las esperanzas que mataste sin piedad, todos los amigos que dejaste atrás, sangrando y pidiendo tu ayuda, todo lo que pensaste que podías olvidar. Somos la amarga consecuencia de todo lo que dejaste de hacer.

Y esta noche…

___________… venimos por ti.-

Y sacando el estoque de entre las ropas negras, la muerte nos dio a todos una puñalada gélida, dolorosa y profunda. Los colores se llenaron de luz de pronto, como en una explosión de pintura eléctrica dentro de la que se sintió casi feliz. Después del todo, las cosas se apagaron lenta y gradualmente hasta que el corazón dejo de latir.

El muerto bajó el libro y miró a su alrededor. Los demás aún leían. Si estaban leyendo, era porque estaban vivos y si estaban vivos, era porque aún tenían el tiempo.

-¡Oh que maravilloso regalo es el tiempo! -pensó llorando, pero ya no tenía lagrimas.

–¡CORRAN! ¡CORRAN! ¡LANZEN LEJOS ESOS LIBROS! –gritó. Pero todos seguían leyendo, ya nadie podía escucharlo. Ya no tenía voz.

Miles de brazos húmedos lo arrastraron lentamente hacia ese fondo en donde alguna vez creyó poder ocultar todos sus cadáveres. Se apoyó contra las rocas frías y encendió un cigarrillo.

Era hora de acostumbrarse a la compañía.

viernes, julio 20, 2007

A Show of Hands

H-Sur En vivo
Tributo a Rush
De vuelta a los escenarios con la mega producción: "H-SUR, A SHOW OF HANDS". El mítico concierto de 1989 con éxitos como Time Stand Still, Mission, The Big Money y clásicos como Tom Sawyer, The Spirit of Radio, La Villa Strangiato y mucho más, destacándose el solo de batería "Rhythm Method" ejecutado en una batería de 360º (acústica más eléctrica). Luces, videos y más de 2 horas de show.Fecha: Jueves 26 de julio de 2007 a las 21:30 hrs.Lugar: Teatro Oriente, Pedro de Valdivia Norte 099, Providencia.Venta de entradas: Sistema Feriaticket (locales Feria del Disco, Call Center Almacenes Paris: 592-8500 y www.feriaticket.cl)

miércoles, julio 18, 2007

Ciclo de Charlas de Oscar Hahn

Amor y erotismo
em la poesía de habla hispana
(haz click en la imagen para ver la información)

miércoles, julio 04, 2007

1927 - 2007

Un pequeño homenaje a Claudio Giaconi:

http://lechatquipeche.blogspot.com/