Goethe y los demás
Tenía ya treinta y cinco años. Se encontraba solo en el living de su apartamento sentado, fumando y pensando en cosas relativas a su dilema, tales como el lobo feroz vestido de abuela, el cuerpo desnudo y firme de una muchacha de quince años, la pérdida de la inocencia, los gritos de una madre y las luces de una baliza policial que segundo a segundo crecía en intensidad e inminencia. Frente a un revolver, un cenicero y una hoja de papel en blanco, el cigarrillo se consumía en sus manos sin haberle dado más de dos o tres caladas profundas. Su atención no dejaba de correr desenfrenadamente como un conejo que escapa de la paz cual si en el silencio y la quietud se encontrase la muerte oculta.
Pensó en Fausto y Mefistófeles; en Dolores Haze y el doctor Humbert. Todos condenados. Pensó en Pedro Páramo. Pensó incluso en su abuelo y su hermana y en uno que otro episodio de mea culpa. ¿Habrá existido amor en lo suyo? No lo sabía. Ya había olvidado lo que era el amor, sólo podía pensar en ella y en sus facciones frutales de niña, sus caprichos juguetones y en el desbordante placer que le hacía sentir el tacto. Era culpable. Había traicionado todo por el sabor intoxicante e infinito que Dios había escondido detrás de los pecados más graves. Como Humbert y Fausto, él era culpable. Como tantos otros correligionarios, él era también culpable. C.S. Lewis dijo una vez que la delicada rosa de la degeneración florece con mayor fuerza junto al altar. Con este pensamiento se sacudió las cenizas de la sotana negra y se sintió maldito. Esto ya había pasado tantas otras veces. Tantos otros él habían fumado ese mismo cigarrillo y tantos otros él lo volverían a fumar. Escribió palabras sobre el papel en blanco, apagó el cigarrillo en el cenicero y jaló el martillo del revolver, presionando el cañón firmemente contra su sien derecha. No era el único. Habían otros como él y lo más probable era que se los encontraría del otro lado. Pronto estaría con los demás.
El sonido del disparo hizo vibrar los cristales y el revolver cayó en el cenicero desparramando las cenizas y colillas sobre la mesa. Sobre el papel, solo dos pequeñas gotas de sangre. Estaba escrito con caligrafía vacilante.
“Todos somos la misma persona. La misma y ninguna”
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Puñalada
Le ocurrió a fulanito. El nombre no viene al caso. Sentado cómodamente y con las espaldas en descanso, leía intensamente para aislarse de todas las cosas. De pronto, un tipo de mano dura le tocó el hombro distrayéndolo, y con la naturalidad de los que llevan conversaciones en curso, dijo así sin mediar introducción:
-Las personas siempre creen que están solas cuando nadie las ve y que nadie las ve cuando están solas. Creen que la oscuridad es un país libre de extradición, que la penumbra olvida de la misma forma en que la realidad olvida tantos fósiles, momentos y construcciones que se disuelven en el tiempo y sus tormentas de arena, como sueños inocentes, como intentos. Como pruebas. Creen que no se pueden cometer crímenes con el pensamiento y que existe un lugar dentro, muy en el fondo, donde nadie tiene acceso, donde no llega la luz. Creen que existe un calabozo frío, donde tras la piel, los músculos la médula y los huesos, todos los hombres tienen un nombre secreto, nombre que pueden hacer y deshacer a voluntad, tantas veces como quieran.
Lo cierto es que nunca estamos solos. No existen misterios ni bóvedas en el corazón donde se pueda desmantelar los efectos de las decisiones, los besos rojos que hemos dado sin amor a los que nos han amado con ojos celestes, las puñaladas que hemos clavado con odio en las espaldas y en los pechos.
Nada se olvida. Nada se perdona fuera de la existencia, fuera del tiempo, allá en la eternidad. Tuviste tu oportunidad, todos tienen miles de oportunidades y como muchos, casi todos, una y otra vez la dejaste pasar. No hay espacio para el arrepentimiento en el mundo de las ideas, en el mundo de formas sin materia. No hay perdón cuando se acaba la posibilidad del cambio. La eternidad es al tiempo, como el aire es al exterior de un huevo y una vez rota la delicada cáscara de las horas, ya no hay vuelta atrás.
Bienvenido hipócrita, has nacido hoy a la eternidad. Llegaste al punto sin retorno, donde los segundos se ven desde atrás, como cuando miras a través de un largo telescopio. El lugar en donde todo ocurre en un mismo instante -sonrió la muerte de pronto, con sus parejos dientes pegados al hueso- No me mires con esa cara, viejo amigo, te dije que estaría esperando. En cada golpe que diste te lo advertí con fugaces chispas en el rabillo del ojo, con gritos sordos tras la nuca, en ese lugar indefinido de la conciencia. Piénsalo bien. Siempre supiste que te estaría esperando.
Que todos te estaríamos esperando.
Bienvenido querido lector, bienvenido querido escritor. Te estábamos esperando: Somos todos los corazones que rompiste, todas las esperanzas que mataste sin piedad, todos los amigos que dejaste atrás, sangrando y pidiendo tu ayuda, todo lo que pensaste que podías olvidar. Somos la amarga consecuencia de todo lo que dejaste de hacer.
Y esta noche…
___________… venimos por ti.-
Y sacando el estoque de entre las ropas negras, la muerte nos dio a todos una puñalada gélida, dolorosa y profunda. Los colores se llenaron de luz de pronto, como en una explosión de pintura eléctrica dentro de la que se sintió casi feliz. Después del todo, las cosas se apagaron lenta y gradualmente hasta que el corazón dejo de latir.
El muerto bajó el libro y miró a su alrededor. Los demás aún leían. Si estaban leyendo, era porque estaban vivos y si estaban vivos, era porque aún tenían el tiempo.
-¡Oh que maravilloso regalo es el tiempo! -pensó llorando, pero ya no tenía lagrimas.
–¡CORRAN! ¡CORRAN! ¡LANZEN LEJOS ESOS LIBROS! –gritó. Pero todos seguían leyendo, ya nadie podía escucharlo. Ya no tenía voz.
Miles de brazos húmedos lo arrastraron lentamente hacia ese fondo en donde alguna vez creyó poder ocultar todos sus cadáveres. Se apoyó contra las rocas frías y encendió un cigarrillo.
Era hora de acostumbrarse a la compañía.