La zapatería
La calle, es decir la calle principal del pueblo, no llevaba a la montaña del castillo, solamente conducía a sus cercanías, y entonces, como adrede, se desviaba, y, si bien no se alejaba de él, tampoco se acercaba más.
Kafka: El Castillo.
Yo llegaba de mis rutinarios desvelos, esa búsqueda de las verdades próximas, como un insomne. Entré en la zapatería un día muy frío, sin embargo, pude gesticular una sonrisa y compartir gustosamente el ánimo de conversación del señor Morales -viejo que desde sus quince años en la tienda ya vendía sus tres mil quinientos pares de zapatos. Era imposible no animarse a una conversación con alguien capaz de vender hasta las botas de cuerina rosada con chasquillita de poliéster, y no sólo eso, sino, sacando algunos cálculos, vender aproximadamente casi dos pares al día en toda su carrera. Cosa que en un principio me costó mucho creer, cosa que no me alentaba. Pero hasta reí, cómo no hacerlo si era el primer empleo que encontraba en tres meses. No me importaban los rostros de las señoritas ni las sonrisas de los niños ni los rufianes tras los escaparates. Los muros de mi casa se habían hecho más altos y más firmes. La televisión y su suciedad, esa es la peor usura… A pesar que mis padres solventaban mis gastos, la evidencia de la limitación de mis libertades y la de ellos mismos me abrumaba. Ignominiosa situación, pensaba.
En fin, la zapatería era pequeña, los zapatos de mala calidad puestos sobre las posaderas, la entrada que dividía dos grandes escaparates, de modo que al sentarse uno en el escritorio del fondo podía observar la puerta justo en frente. Qué bien se sentía ésa, la perspectiva… sólo recuerdo que en ese primer momento el señor Morales me dijo: levanta el culito y aprovecha de llenar el inventario; baja a la bodega. Mis cejas dejaron de arquearse sobre una sonrisa. Y esto se repitió durante días varios. Inútil sería pasar revista a las tareas que se me encomendaron, poco a poco fui alejándome de ellas, realizándolas con un poco más de desdén, además, de vez en cuando podía poner un disco a mi elección, en horas en que ya a nadie le importaba el jazz. Allí, en esa pequeña liberación radicaba lo esencial. Comencé entonces a darme cuenta de lo distraídos que eran el señor Morales y sus dos subalternos. Se pasaban el día demostrando su dicción con las damas, mientras que, por otra parte, mi tarea era atender a niños, señoras de edad y varones. Aunque estos últimos por lo general salían indignados por la falta de respeto que todos en la zapatería les dirigíamos, ignorándolos, contestándoles, a los más avezados, de forma parca y ofuscada. De modo que comencé a sentarme más seguido en el escritorio, pues ya, en la distracción que propone una tienda céntrica, no se me prestaba detenida atención. Quizá aquello también fue motivo para el supuesto abuso. En ocasiones se me dejaba a cargo de la zapatería, mientras los otros iban a comprar algo de comer o a fumar un cigarrillo en un pasaje muy breve y comercial, adyacente al local. Entonces la zapatería era mi ínsula.
Así se escapó, a mí parecer, la primera semana, vender era mucho más fácil de lo que parecía y ya nos turnábamos de buena gana. La verdad es que llegué a vender quince pares en un día, con lo cual me fui situando muy rápido, y sin objeción de los demás, más a menudo en el escritorio. Las señoras se me acercaban cada vez que entraban en la tienda buscando una mirada un tanto afable, no afable en exceso como hacían los otros, sino disimulada, un tanto extraviada. Podía entenderlo. No otorgo otro significado a mis ventas.
Un día de azar, los dos ayudantes faltaron. Fue un día un poco más amplio, distendido; aunque pueda alguien inferir que debió ser al contrario, pues es así la zapatería. Autoricé al señor Morales a ir a fumar su cigarrillo al callejón, se fue con sus chistes y su gracia por delante, y yo me senté al escritorio, no sin antes poner cerrojo a la entrada. ¡Qué amplios los escaparates! sin duda era una zapatería de lujo; el sillón de cuero, el notebook, los amplificadores, los grandes espejos; y los zapatos una basura y baratísimos, apilados ordenada, groseramente con sus colores chillones. Y los miserables miraban a través del "cerrado" con sus bellos rostros en serie. Muchos, muchos de ellos. Entonces enfrente de la tienda se detuvo aquella mujer… Se acercó y posó sus manos sobre el vidrio tratando de encontrar a alguien adentro. Me mantuve mudo.
-En qué puedo servirle, dama- dije, cuando fue inevitable abrir la puerta.
-¿Se encontrará Alonso?
-No- dije después de guardar silencio un momento-, él no se encuentra.
La mujer me hizo un gesto de incredulidad y miró en derredor.
-Pero él trabaja acá.
-Como puede ver, señorita, él ciertamente no está acá.
-Quizá esté en su día libre...
-No sabría afirmarlo.
Para todo esto usé siempre un tono afable. Ella dudaba, cómo no, mas no representaba para sí una duda importante el suceso, tampoco mi modo de proceder.
-Al parecer -proseguí-, usted no advierte que la zapatería está, por el momento, cerrada. Me atrevo a suponer, entonces, que el motivo que la trae es bastante particular, de otro modo no la habría atendido.
Se ruborizó. Buscó en su cartera no demasiado, pues parecía tener el objeto a mano. De ella sacó un sobre café y me lo extendió.
-Imposible continuar el procedimiento, me ahorro los detalles -dijo. Él vendrá, con toda seguridad, a buscarlo, ¿podría confiarlo a usted para ello?
Guardé silencio y asentí con la cabeza. Ella se arregló un poco el abrigo, se estiró la bufanda y continuó la dirección de la turba. Luego entré, me senté otra vez en el escritorio, contemplando el sobre que yacía en él.
Qué cosas pensar, qué diálogo proponerme entonces, rozar el desvarío: calladamente volví a trabajar al día siguiente. ¿Podría acaso estar enamorado…? Poco he referido sobre su apariencia, es decir, que era bella… ¿lo era? Quizá fue lo frío, quizá lo apacible, acaso el efecto inverso de mi trato con la gente. Sin duda, no pude despegar mis ojos del sobre que aún yacía sobre el escritorio. Sin intención expresa, llegué a, levemente, agredir a quien posó sus manos sobre él. De Alonso… pude argüir que yo era el reemplazo de Alonso.
Inútil sería referir los acontecimientos de un día cualquiera, más aún si este se repite. Habría pasado una semana quizá. Desde que entré a la zapatería fui incapaz de prestar atención al tiempo. Además, tenía suficiente con el señor Morales y sus subalternos. Llegaron incluso a preguntar por el sobre, queriendo descubrir su procedencia. Me negué a responder cualquier cuestión, de a poco ya dejaron de sentarse en el escritorio. Mucho me respetaban producto de mis ventas. Entonces me asaltó el siguiente problema: ¿acaso Alonso debía llamar? Y si así era, ¿podría ya haberlo hecho? No, eso estaba claro, tampoco había venido y eso lo demostraba el sobre mismo; por lo tanto, debía guardar calma ¿iría a tardar mucho más…? Entonces llegaría un momento en que ya Alonso iba a morir, ya no existiría ésa, su alusión. ¿Qué sucedería si el sobre era para mí? Él vendrá, con toda seguridad, a buscarlo… qué seguridad era esa, dónde anidaba.
Bajé a la bodega, rompí el sobre en el contorno superior. Jamás me escribieron una carta. ¿Sería esta la primera? Y luego, ¿sabría entender las palabras? Me animaba la pretensión de saber y en cuanto mis dedos intentaban sacar la carta del sobre, comenzaba a imaginar distintos finales. Por ejemplo, que la carta estaba dirigida a mí, que situaba un punto de reunión entre ella y yo y que ese punto podía ser hoy… Sin la certeza de cómo, llegué hasta el fondo del sobre. Saqué la hoja que en él yacía. Un tanto gruesa, pensé. En efecto, pues era una fotografía. Sorprendido o decepcionado, la puse entre mis manos. Fotografía en sepia, estrías que atravesaban el paisaje. En ella se retrataba una esquina y un grifo, niños que jugaban con una pelota de trapo, la cual estaba en el aire; en lontananza, un edificio, pilares que sugerían el Partenón. Un tanto abstraído y desconcertado, dándola vuelta pude leer “907”.
Con la fotografía de ciertos datos dispersos, pude levantarme y salir. Caminé las calles, sugerí doblar en esta esquina, talvez en la otra… de nada servirían esos detalles aquí. Cuando por fin estuve exhausto, pude subir aquella inmensa escalera (allí estaba el grifo) y entrar en el edificio derruido y penoso. Ciertamente no había ascensor, las escaleras hedían y casi al llegar al noveno piso tuve que avanzar a trompicones los últimos escalones cuando traté de esquivar a un perro que bajaba. Novecientos siete… golpeé tres veces. Nada. Tres veces más, y una. Sentí que pasos se acercaban. Por fin me abrieron.
-Ah, tú…- dijo una voz femenina tras la puerta, y ésta se abrió. Una muy intensa luz me llegó desde el fondo, tan oscuro estaba el pasillo, y pude observar su silueta.
-Adelante…
-Y Alonso…
-Alonso ha muerto, lo he matado.
Entonces me quité el sombrero suspirando y entré.
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